Las palmeras vuelven a cerrarse
y los crónicos radares del poder
con otro albor aciago nos han sintonizado.
Se enciende el neón en los desiertos.
Se astillan de gangrena los acantilados.
Un grandilocuente escaparate
para enmudecer con el sudor del mar.
Para exhalar sus nefandos aneurismas
otra hilera de refugios antiaéreos.
En estas cumbres virulentas
hilarando pasean las carnadas
ataviadas en gélidas pretinas.
Con palaciego ajuar trastornador
y sus finos encajes transistores.
Secuaces acólitos de los réditos
y de feroces costumbres tributarias.
Solemnísimo el altar donde se eleva
la gran Seguridad intravenosa
para cada informática Nación.
Esterilizando coloquios. Edulcorando
sumarios. Plácemes y parabienes.
Negociando pormenorizadamente
sus esotéricos códigos de barras.
Mas yo cuidaba un charquito de arcilla.
Sólo algunos copos de sol desperdigados
en el añejo estanque. Y destilaba miel.
Sabía acariciar la automática ciudad
haciendo sonreír a sus anfibios.
Cuando los consorcios redictaminaron.
Otra vez sus escuadrones
tapizando el pavimento
con mis rodillas gastadas.
Mi repentina vejez de chompa y betún.
Mi fresca y luciente neumonía.
Esta pequeña yema roja
que expulso con mis nueve
y centenarios años.